El alcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, murió tras el atentado armado ocurrido la noche del Festival de las Velas en el Centro Histórico de esa ciudad.
Su muerte no solo enluta a Michoacán, sino que desnuda, una vez más, la vulnerabilidad de quienes deciden enfrentar al crimen organizado desde la trinchera más expuesta del poder: el municipio.

Carlos Manzo fue conocido por su postura firme frente a los grupos criminales que operan en la región. En un entorno donde muchos callan por miedo o conveniencia, eligió hablar, denunciar y actuar.
Hoy, su nombre se convierte en símbolo de una realidad que el país parece resignado a aceptar: que gobernar con honestidad en ciertos territorios puede costar la vida.
El asesinato de Manzo refleja la profunda desigualdad de circunstancias con las que los alcaldes combaten la violencia. Sin recursos, sin respaldo institucional y, muchas veces, sin más protección que su convicción, enfrentan poderes que los superan en armas, dinero e impunidad.
Y aun así, lo intentan.
Su muerte representa el fin de una esperanza local, pero también el inicio de una exigencia nacional: la de justicia y memoria. Porque no se trata solo de castigar a los responsables materiales, sino de cuestionar las estructuras que permiten que un alcalde muera por cumplir su deber.
Carlos Manzo fue un hombre que intentó cambiar su entorno, luchar contra corriente y recuperar la dignidad de su municipio. Su pérdida es un golpe más a la fe pública, pero también una oportunidad para que las instituciones, esta vez, respondan con verdad, justicia y protección real a quienes aún creen en el servicio público.
Que su nombre no quede en el silencio de los expedientes.
Que su muerte despierte lo que su vida quiso transformar.
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